Capítulo 2

 

CRISTO

 

El Cristo que confesamos

 

La Biblia es esencialmente la revelación de Dios mismo. Dios es el creador eterno que es infinitamente superior a nosotros. No obstante, con gran misericordia se nos da a conocer (Isaías 40:25-28). La revelación de Dios mismo llega a su máxima expresión en Jesucristo. Porque Dios es Espíritu, “a Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Para saber quién es Dios, tenemos que mirar a Jesucristo. El apóstol Pablo escribió que se nos ha dado “la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

 

El Antiguo Testamento revela las sombras de Cristo. El Nuevo Testamento revela a Cristo venido en carne humana. Cristo mismo afirmó de las Escrituras del Antiguo Testamento que “ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). El apóstol Juan da como su propósito total al escribir el cuarto evangelio así: “Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31).

 

¿Quién es este Jesús y qué vino a hacer?

 

¿Quién es Jesús?

 

Algunas personas sostienen que no importa qué posición le atribuyamos a Jesús, siempre y cuando sigamos sus enseñanzas. Pero eso no es lo que Jesús dijo. Jesús estaba profundamente interesado en saber las opiniones que la gente tenía de Él. Le preguntó a los fariseos de su día: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es Hijo?” (Mateo 22:42). Le preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16:13). Quería mantener claramente a la vista su estatus como el Mesías escogido de Dios.

 

Respuestas contradictorias fueron dadas cuando Jesús vivía con respecto a quién era Él. Respuestas contradictorias se siguen dando hoy. Vayamos a los evangelios y a las epístolas del Nuevo Testamento para ver lo que en verdad enseñan con respecto a Jesús de Nazaret. ¿De quién es Hijo?

 

Jesucristo es un hecho. Él entró a la historia. Nuestro calendario reconoce este hecho al dividir toda la historia en A. C. (“antes de Cristo”) y D. C. (“después de Cristo), o también A. D. (anno Domini “el año del Señor”). Nació como un bebé de la virgen María en un establo de Belén. Era como nosotros en todo excepto en una cosa. “Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Jesús creció como cualquier otro niño crece. Creció mental y físicamente, social y espiritualmente. “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52). Era tierno y compasivo en su humanidad. Derramó lágrimas en la tumba de su querido amigo Lázaro. Fue movido a compasión por las multitudes que estaban dispersadas como ovejas sin pastor.

 

Pero Jesús es más que un hecho de la historia. Él es singular. Es el hecho grandioso y sobrenatural de la historia. No fue un simple niño de su tiempo. Él está por encima del tiempo, es el Cristo eterno. Era el Dios eterno que se hizo visible en una naturaleza humana. El nacimiento de Cristo no marca el tiempo cuando Jesús empezó a existir. Siempre ha sido. Él dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). El nacimiento de Cristo simplemente significa que el que siempre fue, tomó una naturaleza humana. “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios…Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1, 14). Jesús declaró de sí mismo: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). Declaró con audacia: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

 

Cristo testificó bajo juramento que era el Hijo de Dios. Selló ese testimonio con su sangre. “¿Luego eres tú el Hijo de Dios?” declaró el Sumo Sacerdote. Contestó: “Vosotros decís que lo soy” (Lucas 22:70). El apóstol Pablo resume la enseñanza de las Escrituras con respecto a la persona de Cristo: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” [de Dios]” (Colosenses 2:9). En su cuerpo resucitado, Cristo continúa triunfantemente siendo hasta el día de hoy “Dios y hombre en dos naturalezas distintas, y una persona, para siempre” (Catecismo Menor de Westminster, P/R 21).

¿Cómo podemos estar seguros?

¿Pero cómo sabemos que Jesús es Dios que ha tomado para sí carne humana? Sabemos que lo es porque la Biblia lo dice. Recuerden que no hay autoridad o razón superior para creer en algo que la autoridad de Dios y de su Palabra. No hay certeza mayor que el testimonio del Espíritu en nuestros corazones. La Biblia presenta a Jesús tal y como Él era y es. El verdadero Cristo es su propia y mejor evidencia de que Él es todo lo que declaraba ser. Fue llamado para ser un esclavo, el siervo sufriente. Ahora él ha adquirido la gloria celestial, vestido con las vestiduras de la realeza de la divina majestad. Todo lo que es nos lleva a Él para confiar en Él, para amarle y adorarle. Contempla a Jesús como llega a nosotros en la Biblia; observa simplemente aquello que nos convence de que Él es plenamente Dios.

  1. La vida sin pecado de Jesús

Louis Pasteur, el renombrado científico francés, una vez declaró: “No sabría cómo explicar la vida de Jesús si Él no fuese el Hijo de Dios”. La vida sin pecado de Jesús es una de las pruebas más convincentes de que Él es el Hijo Unigénito de Dios. La vida de Jesús es irreprochable. Nadie puede acusarlo de pecado. Sus enemigos lo intentaron, pero sus mismas acusaciones se convirtieron en tributos de su amor y veracidad. Lo acusaron de ser “amigo de publicanos y de pecadores”. Pero de ese modo, ellos reconocieron su amor por los odiados y despreciados. “Es culpable de blasfemia”, declararon y exigieron que fuera crucificado. Pero al morir, el centurión exclamó: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Los blasfemadores no oran por sus enemigos al ser torturados y matados, como lo hizo Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

 

  1. Las obras sobrenaturales de Jesús

Los milagros de Jesús son otra evidencia de su deidad. Unos 33 milagros de Jesús están registrados en los relatos de los evangelios. Están entretejidos en la misma trama y urdimbre de su vida. Separar los milagros de la vida y enseñanzas de Jesús es como tratar de separar la carne de los huesos.

Thomas Jefferson intentó purgar el Nuevo Testamento de todos los milagros, pero fracasó. “Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:4-5). Así pues, Cristo dio testimonio de sus propias obras. ¿De dónde venía su poder? Ningún mero hombre podía resucitar a los muertos.

Sus milagros son pruebas del poder poderoso de Dios. Esa era su intención. Cuando algunos que estaban sentados cerca de Jesús cuestionaron su derecho de perdonar pecados, Jesús confirmó su declaración de ser Dios por medio de un milagro: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa. Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos…” (Marcos 2:10-12).

  1. La resurrección de Jesús de los muertos

La prueba suprema de que Cristo es el Hijo del Dios viviente es su resurrección física. Al tercer día se levantó de los muertos con el mismo cuerpo que llevó a la tumba. “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” le dijo Cristo a Tomás invitándolo a que lo hiciera (Juan 20:27). “Porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39).

La tumba vacía en su silencio es un elocuente testimonio del hecho de la resurrección física de nuestro Señor. En al menos 12 ocasiones diferentes Jesús se apareció físicamente a otros testigos. Por ello, hay más evidencia de la resurrección de Cristo que de su nacimiento. Solo 2 narrativas (relatos) tienen que ver con el nacimiento de Cristo. 12 narrativas tratan con las apariciones de la resurrección.

Además de esto, también hay evidencia circunstancial convincente. Un cambio radical ocurrió en los discípulos. Todos, excepto Juan, habían olvidado a Cristo antes de su crucifixión y huyeron como cobardes. Pedro incluso negó que conocía a Jesús a fin de salvar su propia vida. Pero súbitamente ocurrió un cambio completo en la conducta de ellos. Con gran valentía empezaron a dar testimonio de Cristo. De acuerdo a la tradición cristiana, todos los apóstoles (excepto Juan) perdieron su vida por proclamar a Cristo como resucitado de los muertos. ¿Cómo explicar tal cambio repentino y total? Sólo hay una explicación satisfactoria: ellos vieron al Cristo resucitado.

¿Cuáles son las alternativas si no aceptamos a Cristo como el Hijo de Dios? Solamente hay dos. Una es decir que Cristo estaba loco; estaba engañado y se engañó a sí mismo. Es verdad, Él era sincero y realmente creía que era divino. Pero, en realidad, Él era un buen candidato para una institución con problemas mentales. ¿Pero no ves lo que sucede cuando tratas a Jesús como un loco cuando fue el hombre más sabio que ha vivido? En realidad, ¿quién termina estando loco?

La otra alternativa es decir, junto con los fariseos, que Jesús es un demonio, un impostor. Él sabía que no era el Hijo de Dios; deliberadamente engañó a la gente. Pero cuando tratas a Jesús como un demonio, Él que solamente ha hecho bien a cualquiera que crea en Él, ¿quién termina siendo un demonio? Más bien, tenemos que aceptar a Cristo como es y decir con una fe simple: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16).

¿Qué vino a hacer Cristo?

El nacimiento de Cristo no sucedió por causalidad. Nada en este universo diseñado por Dios sucede por causalidad, mucho menos la venida del Unigénito Hijo de Dios. Dios tiene un plan para esta tierra, un plan de salvación. Desde toda la eternidad, Dios planeó salvar a un pueblo para sí mismo. Cristo vino al mundo para salvar a los que el Padre en su amor escogió para ser sus hijos.

Algunos sostienen que el propósito de Cristo fue enseñar; Cristo, dicen, era un maestro de maestros, un gran filósofo. En verdad, Él era eso. Fue el más grande de todos los maestros y filósofos. Otros sostienen que su propósito principal era mostrarnos cómo vivir. Y es muy cierto que Él es nuestro ejemplo perfecto en todas las cosas. Pero Jesús no consideró ninguna de estas cosas como su propósito principal al venir al mundo. Cristo vino para ser el Salvador. El ángel del Señor anunció en su nacimiento: “Y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Jesús mismo dijo: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). También declaró: “Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28).

Para entender y apreciar este propósito salvífico por el que vino Cristo al mundo, tenemos primero que entender la condición y el destino del hombre, y después el carácter y propósito de Dios.

  1. La necesidad del hombre

Somos pecadores, criaturas caídas. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). El pecado es totalmente horrible. Es quebrantar la ley de Dios. El pecado es rebelión en contra de Dios; es desacato a la ley. A menos que nos veamos a nosotros mismos en toda la fuerza de nuestra miseria pecaminosa, nunca empezaremos a entender por qué Cristo vino al mundo. “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). Ese fue el testimonio de Pablo. También tiene que ser nuestro testimonio si queremos conocer la gracia del Salvador. ¿Piensas y dices de ti: “no soy tan malo”, “yo obedezco los Diez Mandamientos”, “yo vivo de acuerdo a la regla de oro”, o “nunca le hago daño a nadie”? Si así lo haces, entonces estás lejos del reino de Dios. Cristo dijo: “Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mateo 9:13).

Nadie está más lejos del reino de Dios que la persona santurrona, que cree ser justa en sí misma. Si tú eres esa persona, entonces necesitas orar fervientemente: “Señor, muéstrame quién soy de verdad; muéstrame cómo me ves tú a mí”. Después lee Mateo 5:17-48; 22:37-40 y Romanos 1:18-32; 3:10-18. Solamente cuando el Espíritu de Dios te haga clamar: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13), podrás tener la seguridad de que la gracia de Dios ha cambiado tu corazón.

No solamente tienes que ver tu pecado, también tienes que ver que tu pecado tiene resultados aterradores. “Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Estamos espiritualmente muertos; no tenemos compañerismo con el Padre. Nuestro futuro incluye no solamente la muerte física sino la muerte eterna, separación eterna de la presencia del Dios viviente. “Toda la humanidad por su caída perdió la comunión con Dios, está bajo su ira y maldición, y es responsable de todas las miserias de esta vida, de la muerte misma, y de los castigos del infierno para siempre” (Catecismo Menor, P/R 19).

Cristo, quien habló palabras tiernas de gracia, es quien (por encima de todos) dio advertencias de los terrores del infierno: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28).  Estas son las palabras de Cristo, el Hijo de Dios. Hablan de un hecho trágico. Pero tenemos que enfrentarlo, no ignorarlo; aceptarlo, no rechazarlo. Solo entonces tendremos esperanza.

Dios habla palabras amorosas de gracia. Pero solo cuando admitimos nuestra condición de necesidad, podemos empezar a apreciar el amor misterioso e incomparable de Dios al enviar a su Hijo para salvarnos. Entonces la vida y muerte de Cristo para nuestra salvación tendrán significado para nosotros, un significado verdaderamente glorioso.

  1. La provisión de Dios

Para entender el significado de la venida de Cristo también tenemos que saber que Dios es santo, infinita, eterna e inmutablemente santo. No puede ni va a tratar el pecado a la ligera. Su justicia demanda un castigo pleno del pecado. Su santidad requiere que las demandas de la ley sean cumplidas cabalmente. Si no castigara así al pecado, sería un Dios que no respetaríamos. ¿Debemos esperar menos de la justicia de Dios que de un juez humano? El juez terrenal que libera a un criminal sin castigarlo es despreciado como injusto.

Dios es muy puro para considerar al pecado sin ejecutar justicia. ¡Saber que el Señor es justo debiera sacudir la misma esencia de nuestro ser! Pero el mismo Dios que es fuerte en justicia también es rico en misericordia: “Porque Dios es amor” (1 Juan 4:8). En su plan eterno, Dios en amor decidió redimir un pueblo para sí como el objeto de su amor infinito e inmutable. Por qué nos amó, nunca lo sabremos. Este es el misterio insondable de la divina gracia de Dios. Pero de que nos amó en Cristo nunca lo podemos poner en duda: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

La cruz de Cristo exhibe tanto la justicia y la misericordia de Dios. El fundamento de la cruz es la justicia eterna de Dios; el espíritu de la cruz es el amor eterno de Dios. En la cruz del Calvario, Cristo sufrió por los pecados de su pueblo. “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3). Al instituir la Cena del Señor, Cristo miró a sus discípulos y dijo: “Porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28).

Cristo hizo dos cosas muy importantes para nosotros. Primero, murió por nosotros. El castigo del pecado tenía que ser pagado, ya sea por nosotros o por alguien más. Jesús pagó el castigo del pecado completamente. Murió en nuestro lugar. Él mismo dijo que vino “para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28). Fue nuestro sustituto. “El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

Segundo, Cristo vivió por nosotros; obedeció la ley en nuestro lugar. Cristo llevó a cabo la justicia perfecta requerida por un Dios santo. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). ¿Pero quién de nosotros es perfecto? ¿Cómo nosotros pecadores podemos estar delante de un Dios santo? La respuesta es: a través de la justicia perfecta de Cristo. Como Pablo escribió: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19). “Y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:9). Somos aceptados como rectos y justos a la vista de Dios solamente por la justicia y rectitud de Cristo acreditada a nuestra cuenta y recibida por la fe solamente.

Cuando tienes fe en Cristo Jesús, no solamente murió en la cruz por tu pecado, sino que su justicia, su rectitud, es puesta a tu cuenta. Eres declarado justo y recto a la vista de Dios no por tu propio récord, sino porque el récord perfecto de Cristo se acredita al tuyo (Romanos 3:10-28; Filipenses 3:4-9).

Esta grandiosa verdad de la justificación por fe fue redescubierta por los reformadores protestantes. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). ¿Tienes esa paz? Dios sincera y libremente te ofrece su gracia. ¿Has encontrado a Cristo como tu Salvador?

Preguntas de repaso

  1. ¿Quién es Dios?
  2. ¿En quién llegó a su máxima expresión la revelación de Dios?
  3. ¿Importa qué posición le atribuyamos a Jesús?
  4. ¿Cuál es la evidencia de que Jesús era humano?
  5. ¿Quién dijo Jesús que era?
  6. ¿Cuáles son las tres maneras en que la vida de Cristo nos convence de que es plenamente Dios?
  7. Da algunas pruebas de la resurrección física de Cristo.
  8. ¿Cuál dijo Cristo que era su propósito al venir al mundo?
  9. ¿Por qué necesitamos a un Salvador así? ¿Qué clase de carácter tiene el hombre?
  10. ¿Cómo defines el pecado?
  11. ¿Qué es lo que la Biblia enseña que sea las consecuencias del pecado?
  12. ¿Por qué Dios no puede tomar a la ligera al pecado?
  13. Si somos pecadores y Dios es justo, ¿cómo podemos salvarnos? ¿Cómo alguien puede ser salvo? Para responder a esta pregunta, consulta Romanos 3:21-28 y Filipenses 3:1-9.

 

VERSÍCULO PARA MEMORIZAR

 

Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido,

sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28).