Romanos 14:9 – Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven.

Amados hermanos, el ministerio de Cristo fue un ministerio llevado a cabo en un mundo real con gente real. A Él le gustaba ilustrar su enseñanza con ejemplos de la naturaleza. La gente que lo escuchaba veía en Él a alguien con quien podían simpatizar, alguien que podía entenderlos, alguien que compartía sus preocupaciones y sufrimientos. Nada de lo que hizo o dijo se aplica solamente a la otra vida o al aspecto espiritual del hombre, como si no tuviera ningún efecto en nuestra vida de aquí y ahora. Al contrario, su obra y su enseñanza sostienen nuestra vida cristiana, nos animan en el desánimo, nos consuelan en nuestras preocupaciones, nos fortalecen cuando somos débiles, etc.

El apóstol Pablo cuando escribió a los hermanos romanos tuvo que enfrentar un problema real que se estaba desarrollando en la iglesia de Roma. Había judíos convertidos al evangelio y muchos gentiles convertidos al evangelio también. La gran mayoría era gentil, es decir, no eran judíos de nacimiento ni de raza. En Romanos 14, el apóstol habla del problema de hermanos débiles en la fe y hermanos fuertes en la fe. Nos habla de hermanos débiles que no comían ciertos alimentos y de hermanos fuertes que comían de todo porque sabían que todo lo que Dios creó era bueno. Los hermanos débiles guardaban algunos días, y los hermanos fuertes no lo hacían porque sabían que todos los días eran para el Señor. Estos hermanos se criticaban entre ellos, y esta actitud de crítica condenatoria estaba causando graves problemas en la iglesia.

Ahora bien, ¿cómo el apóstol Pablo trata de solucionar este problema tan práctico y real en la vida de la iglesia de Roma? Nos sorprende mucho la manera en que lo hace. Como dije, toda la enseñanza de Cristo y todo lo que hizo afecta nuestra vida aquí y ahora. Solamente recurriendo a Cristo y a su obra perfecta podemos encontrar una verdadera solución a nuestros problemas. Pablo sabía que la muerte y resurrección de Cristo eran la solución a los problemas en la iglesia de Roma. La resurrección de Cristo tiene efectos muy prácticos en la vida y problemas de los creyentes.

Primeramente, el apóstol Pablo manda a los creyentes de Roma que dejen de condenarse entre ellos. Dice en el v. 7 que el verdadero creyente no hace las cosas solamente para su propio beneficio. Él dice: «Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí». Es decir, el creyente no debe ser egoísta, centrado en sí mismo; y no debe serlo porque el fin de su vida ahora es vivir para Cristo el Señor quien lo rescató del poder del diablo y de la condenación del pecado. Su vida debe estar al servicio de Dios. Aquí hay un gran principio que todos debemos recordar: el creyente no es dueño de su vida, sino que pertenece a su fiel Salvador Jesucristo, y por eso no debe vivir buscando solamente sus propios intereses y beneficios. Sino que debe vivir para su Señor y para el bien de sus hermanos en Cristo.

Esta pertenencia a Cristo queda más clara en el v. 8 que dice: «Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos». El creyente pertenece al Señor, es decir, al Señor Jesucristo tanto en la vida como en la muerte. No hay ninguna parte de su vida que no pertenezca a su Señor. Por eso, el creyente debe vivir y también morir para el Señor. Somos propiedad de Cristo. Él nos compró con su sangre preciosa. Esta pertenencia a Cristo y el hecho de que Él es nuestro dueño deben impulsar al creyente para que todo lo que haga y diga en su vida no lo haga para sí mismo. Nada debe haber en nuestra vida que solamente lo hagamos para sentirnos bien, aunque no agrade a Dios ni edifique al cuerpo de Cristo. Ninguna costumbre o tradición personal o familiar debe elevarse al nivel de la Palabra de Dios. Al contrario, Cristo nos redime para ser libres de restricciones de comidas y bebidas, como dice el v. 17: «Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo».

Nuevamente, el problema que Pablo está atacando en la iglesia de Roma era un problema real que estaba afectando la vida de toda la congregación. Y hasta ahora vemos que lo ataca recurriendo a la obra salvadora de Cristo, especialmente al hecho de que Cristo es nuestro dueño y amo, que pertenecemos a Él porque nos rescató con su muerte de la maldición y de la condenación, y ahora nos ha trasladado a su reino de justicia, paz y gozo. La obra de salvación abarca toda nuestra vida. Ni siquiera la muerte nos separa de Cristo. Somos del Señor, pertenecemos a Él en la vida y en la muerte, en cuerpo y alma. Así pues, los hermanos romanos debían recordar siempre la obra salvadora de Cristo para dejar de estar peleando entre ellos. Nadie es superior o inferior porque coma o no coma ciertas cosas, nadie es inferior o superior porque se vista de una u otra manera, nadie es inferior o superior porque haga algunas cosas que otros no hacen. Lo que debe prevalecer es que en todo intentemos someternos a la voluntad de Dios y agradarle en la vida y en la muerte. Lo importante es que cada día escudriñemos las Escrituras para ver si lo que hago o no hago está de acuerdo con su voluntad, y si no está, entonces pedirle al Señor la fuerza para no atarme a algo que no está prescrito en su Palabra.

Ahora bien, ¿tendría sentido todo esto que acabamos de decir si Cristo Jesús no hubiera resucitado? ¿Su muerte tendría algún valor si se hubiera quedado en la tumba? El apóstol Pablo dice en 1 Corintios 15:14 así: «Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe». Así es. Sin la gloriosa resurrección de Cristo, nada de lo que hemos dicho tendría valor alguno. Pero si Cristo resucitó, entonces todo adquiere valor, todo es importante, todo tiene sentido. En otras palabras, la resurrección de Cristo fue un evento real, verídico, y no una invención. Eso debe quedar muy claro. Sí, la resurrección es una resurrección física, verdadera, verídica e histórica. No fue una resurrección solamente espiritual o una imaginación de sus discípulos. Y es aquí donde el apóstol Pablo introduce nuestro versículo central para hoy, el v. 9 que dice: «Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven».

En primer lugar, debemos decir que este versículo es una confirmación de los versículos 7 y 8 donde hemos aprendido que el creyente no debe ser egoísta y centrado en sí mismo, sino que debe vivir y morir para su Señor, quien ahora es el dueño de su vida. En la vida y en la muerte el creyente pertenece a Cristo. ¿Cómo es posible esto? La respuesta la da el apóstol en el v. 9 cuando dice: «Porque Cristo para esto murió y resucitó». Es decir, si Cristo no hubiera resucitado, si no hubiera vuelto a vivir, entonces Él no sería nuestro dueño y Salvador, y nosotros no perteneciéramos a Él ni podríamos vivir y morir para Él. Entonces, seríamos egoístas, buscando nuestros propios intereses; entonces, no habría alguna razón para dejar de criticar y condenar a todos los demás que no sean como yo. No habría ninguna razón para ser lo que somos. ¿Podemos ver las implicaciones de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo? Como dijimos antes, no hay ninguna parte de la obra de Cristo que no afecte nuestra vida diaria. Por ejemplo, ¿qué sentido tendría venir a la iglesia y orar, alabar a Dios y escuchar la predicación de su Palabra? No tendría ningún sentido, todo sería en vano. Pero como Cristo ha resucitado, como Él vive eternamente y nos ha dado vida eterna, todo adquiere valor, todo llega a ser importante. No seguimos a un salvador muerto, no seguimos una idea inventada, sino seguimos a un Señor y Salvador que murió, pero también volvió a vivir. Él está vivo y pertenecemos a Él. Con la resurrección de Cristo, ahora nuestro enfoque de la vida ya tiene sentido.

En segundo lugar, el v. 14 dice que Cristo murió y resucitó «para ser Señor así de los muertos como de los que viven». El apóstol Pablo dice que el propósito de la resurrección de Cristo en este pasaje era para ser Señor de todos los cristianos, de los que ya murieron como de los que están vivos. Aquí el apóstol confirma y repite la idea que ya hemos mencionado anteriormente: que Cristo es el Señor de todos los creyentes. Es decir, Él es nuestro nuevo dueño, nuestro amo, nuestro propietario. El creyente pertenece a Cristo porque con su muerte y resurrección lo rescató del poder del diablo, y ahora el creyente pertenece a Él. Ya no debemos vivir para el diablo o para el pecado o para nuestros deseos, sino para nuestro nuevo Señor. Junto con esta realidad de pertenecer a Cristo se encuentra la idea muy estrechamente relacionada del señorío de Cristo, es decir, que por ser nuestro Señor tiene todo poder y autoridad sobre nosotros. Decir que Cristo es nuestro Señor significa, entre otras cosas, que estamos bajo su poder y autoridad. No debemos vivir para otros señores, sino solamente para Él. Jesús nos recuerda en Mateo 5:24: «Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas». En efecto, si Cristo es nuestro Señor, entonces no podemos servir a Cristo y servir al diablo al mismo tiempo. Una de las metas centrales de la muerte y resurrección de Cristo era y es librarnos de la esclavitud al pecado y al diablo. Es una contradicción decir que Cristo es nuestro Señor y vivir para alguien más. Así pues, los creyentes de Roma, y nosotros también, debían dejar de estarse criticando y condenando, y recordar que todos ellos pertenecían al Señor Jesús. Todos ellos debían esforzarse en vivir y morir para su Señor.

Por otro lado, observen el alcance de la muerte y resurrección de Cristo. Él es Señor «así de los muertos como de los que viven». Su señorío trasciende el tiempo y los lugares. Es más, se extiende más allá de la muerte, y esto se entiende cuando dice que es Señor «de los muertos», es decir, de los creyentes que ya habían muerto. Ni siquiera la muerte nos separa del poder y autoridad de Cristo, ni siquiera la muerte destruye nuestra pertenencia a Él. Pablo repite esta realidad bellamente en Romanos 8:28-39: «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro». Pero el alcance de la muerte y resurrección de Cristo también se ve por el hecho de que Él es Señor también de nosotros que estamos vivos. Cuando escribió a los romanos, los que estaban vivos fueron consolados de saber que sus hermanos muertos no dejaron de pertenecer a Cristo. Ahora que ellos están muertos, nosotros sabemos que ellos también no dejan de pertenecer a Cristo, y más importante para nosotros es saber que Él es nuestro Señor, que pertenecemos a Él, y que cualquier familiar o hermano en Cristo que ya ha fallecido, sigue siendo del Señor. Para Cristo no hay ninguna barrera que impida que sea Señor de su pueblo, de su pueblo en el pasado, en el presente y en el futuro. Su resurrección es tan poderosa que para Él los hermanos que mueren creyendo en Él, en realidad no mueren para Él, sino que su alma pasa a estar con Cristo esperando solamente la resurrección de sus cuerpos y que sean unidos nuevamente a sus almas. O sea que Cristo, al igual que su Padre, es Dios de vivos y no de muertos. ¿No es esto maravilloso?

Por otro lado, la resurrección de Cristo demuestra que Él es Dios. Nadie puede morir y resucitar, sino solamente uno que tenga el poder de vencer a la muerte y que sea la misma vida. El único que puede vencer a la muerte es Dios. Y aquí leemos que con este fin Cristo murió y volvió a vivir. Él puso su vida y la volvió a tomar, como dice en San Juan 10:18: «Nadie me la quita, sino yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar». Además, nos damos cuenta aquí en nuestro pasaje que se habla del Señor Jesús y de Dios de una forma que da a entender que Dios y Jesús tienen la misma naturaleza y reciben el mismo honor. Por ejemplo, en el v. 6 dice que el que hace caso del día para el Señor lo hace y luego dice que el que come, para el Señor lo hace, y da gracias a Dios. Y luego el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios. Dios y Jesús se usan de una manera que los dos están al mismo nivel o estado. Así, Jesús es Dios mismo quien es Señor de todos. Por su resurrección ha demostrado que es divino, ya que sólo Dios puede morir y resucitar.

Todo esto que está contenido en los versículos 7-9 era para hacer entender a los hermanos romanos que no debían criticarse y condenarse por lo que comían o no comían. Todos debían saber que, por su muerte y resurrección, el Señor Jesucristo es Señor de todos. Todos debían honrarlo y vivir para Él. Si tenían eso en mente, entonces los problemas entre los hermanos débiles y fuertes sería solucionado. La resurrección de Cristo nos pone a todos en el mismo nivel: todos somos sus siervos y Él es nuestro Señor poderoso.

En conclusión, la gloriosa resurrección de Cristo corona su muerte en la cruz por nuestros pecados, y sirve para hacernos entender que todos, con nuestras diferencias, pertenecemos a Él, y todos debemos buscar servirle con todo el corazón, siempre buscando la luz de su Palabra, la cual nos irá mostrando las cosas que debemos hacer a un lado y las cosas que debemos preservar. La resurrección de Cristo afecta toda la vida del creyente. No es algo solamente del futuro, sino que sus efectos deben moldear nuestra vida en el presente. Gloria a Dios por el alcance y valor de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

Este sermón se predicó el 4 de abril del 2021 en la Iglesia Reformada Valle de Gracia. La grabación está disponible. O todo el servicio se puede ver por video: https://www.youtube.com/watch?v=mOoUnfVb9C0