¡JERUSALÉN, JERUSALÉN!

 

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Mateo 23:37-39).

 

Vivimos en un mundo de pecado, y el pecado deja una larga cadena de consecuencias desastrosas en la vida de todo ser humano. ¡Cuánta gente se lamenta por cosas horribles que han hecho o que le han sucedido! El mundo está lleno de lamentaciones, de expresiones o quejas de dolor, aflicción y desgracia. A menudo pensamos que lamentarse es cuestión de seres humanos, pero nuestro pasaje indica que el mismo Hijo de Dios, quien es Dios y hombre al mismo tiempo, se lamentó (e incluso lloró) por la rebelión y obstinación de la nación de Israel, particularmente de la ciudad de Jerusalén.

 

Su lamento empieza con una doble repetición: Jerusalén, Jerusalén. Es una manera enfática de expresar su profundo dolor por la condición espiritual deplorable de la gran ciudad de Jerusalén. ¿Pero por qué Jesús siente tanto dolor por Jerusalén? Porque Jerusalén fue la ciudad que Dios escogió, dice 2 Crónicas 6:5-6, “para edificar casa donde estuviese mi nombre…para que en ella esté mi nombre”. Es decir, Jerusalén y el templo de Jerusalén eran la morada especial de Dios en medio de su pueblo. Ninguna otra nación ni ciudad tenían este privilegio, sino solo Jerusalén, como dice Jesús en Mateo 5:35, que “es la ciudad del gran Rey”. Además de esto y por esta razón, Jerusalén era el centro religioso y académico más importante de la nación: allí estaba el magnífico Templo de Jerusalén a donde todos los judíos tenían que subir para ofrecer sacrificios y adorar a Dios; allí estaban también los más conocedores del AT, de la santa ley de Dios.

 

¿En qué se había convertido Jerusalén? Jesús lo describe de esta manera: “¡que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!” Jerusalén debía ser la ciudad libre de homicidios y de odio, pero lamentablemente ellos mismos mataban a los profetas. Los verdaderos profetas eran los que transmitían fielmente el mensaje de Dios al pueblo de Israel. Así que, al matarlos, estaban expresando su odio a Dios mismo quien les enviaba su palabra. Jesús no sólo estaba hablando de la Jerusalén de su tiempo, sino de la Jerusalén en la historia del AT donde leemos que muchos profetas sufrieron la muerte por entregar con fidelidad la Palabra de Dios.

 

Jesús también dice: “y apedreas a los que te son enviados”. Los enviados se refieren a mensajeros, e incluía también a los profetas, pero abarcaba a todo tipo de mensajeros que Dios enviaba para advertir a su pueblo de sus pecados y volver a Dios. Esto es lo que Jesús clarifica cuando dice en el versículo 34: “Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas”. Todo esto indica con claridad que Dios nunca ha dejado que su pueblo se hunda en sus pecados sin advertirles, sino todo lo contrario, siempre les envió profetas, mensajeros, sabios, escribas, para exhortarles, advertirles y llamarlos al arrepentimiento. Una de las formas de ejecución en el pueblo de Israel era por apedreamiento. De hecho, así fue como mataron a Zacarías, según 2 Crónicas 24:21. También leemos en Hechos 7:58 que los líderes religiosos apedrearon a Esteban. ¿Será que tenía razón Jesús al lamentarse sobre Jerusalén?

 

Es más, nosotros sabemos de Mateo 16:14 que muchos en Israel decían que Jesús era Elías, Jeremías, o alguno de los profetas. En realidad, era el supremo profeta que venía a darles el mensaje final de Dios con respecto a la salvación, pero al igual que a los demás profetas, ellos también, para colmo de su maldad, mataron al mismo Autor de la vida, al Hijo de Dios. Así pues, Jesús indirectamente estaba anunciando de antemano que él también iba a morir por manos de los líderes religiosos de Israel. Y cuando eso sucedió, en realidad no fue algún suceso nuevo o inusual, sino fue el resultado natural de una nación que había rechazado a Dios mismo.

 

Pero es extraordinario que a pesar de que Jesús conocía perfectamente la malicia, rebelión y odio de los líderes religiosos de Israel hacia él, aun así los amaba. Esto es lo que aprendemos de sus siguientes palabras: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” Sus palabras son de ternura, expresan el amor de Dios de una manera tan especial, como el amor tierno de una madre por sus hijos. Pero analicemos estas palabras más de cerca. Primero dice: ¡cuántas veces! El Señor Jesús es Dios soberano, en quien habita, según Colosenses 2:9, “toda la plenitud de la Deidad”, y por ello no necesita nada ni de nadie. Pero nuestro Dios no es un dios sin sentimientos ni afectos; todo lo contrario, aquí vemos que él se conmueve, se enternece, se compadece profundamente por su pueblo rebelde, y dice que muchas veces quiso reunirlos en uno, llevarlos al redil de la salvación, pero ellos no quisieron.

 

Muchas veces quiso juntar a sus hijos, ¡como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas! Esta metáfora que usa Jesús aquí es doble en importancia, porque como ya dijimos, comunica el amor de Jesús, y al mismo tiempo su auto-humillación al ofrecerle la salvación a un pueblo rebelde y contradictor. Cuando usa la imagen de la gallina Jesús realmente se humilla hasta lo más bajo, porque se compara a una gallina, al amor y protección de una gallina que celosamente cuida y protege a sus pollitos. Jesús lo hizo por Israel, lo deseó, pero ellos no quisieron. ¡Y no quisiste! Cerraron adrede su corazón al amor de Dios manifestado por excelencia en la persona de su Hijo Jesucristo. No les importó que Jesús mismo les ofreciera una y otra vez la salvación. Su obstinación y dureza habían llegado a tanto que rechazaron la oferta más maravillosa de todas.

 

¿Y qué sucede cuando se rechaza tan descaradamente a Jesús? Llega el juicio. Por eso Jesús en Mateo 23:38 dice: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta”. ‘He aquí’ es una expresión que introduce una noticia muy importante, y aquí mete la idea del terrible juicio que le espera a la nación de Israel. Jerusalén representaba a toda la nación de Israel que iba a ser castigada, exceptuando a los judíos que sí aceptaron a Jesús como su Salvador. Su casa, su ciudad majestuosa, privilegiada, el magnífico templo de Jerusalén, serían del todo destruidos, al grado que quedó sin habitar, quedó como un desierto. Cuando dice ‘su casa les es dejada desierta’ es una forma indirecta de decir que Dios mismo, como castigo a su apostasía, y por medio de sus instrumentos humanos, iba a desolar, a devastar, a arrasar hasta el cimiento, a la ciudad de Jerusalén. La historia nos dice que los romanos en el año 70, sólo 40 años después de Jesús, destruyeron completamente la ciudad, sus murallas y el templo.

 

Jesús termina diciendo en Mateo 23:39: “Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Noten la autoridad con que habla Jesús cuando dice: ‘Porque yo os digo’. Él era Dios mismo que podía hablar con plena autoridad y seguridad. Jesús iba a partir, lo iban a matar, y ya no lo tendrían más con ellos. Pero aun a pesar de todo, no los deja sin esperanza, sino que les promete que si ellos se arrepienten y lo reconocen como el Mesías verdadero, como el Salvador del mundo, lo verían otra vez, es decir, disfrutarían de su salvación. Pero si lo rechazaban, aun así ellos serían forzados a reconocerlo como el que viene en el nombre del Señor, es decir, como el Ungido de Dios, como el único Rey de reyes, y señor de señores. Reconocer a Jesús tiene un doble sentido: aceptarlo de todo corazón como el único y suficiente Salvador, o en el día del juicio ser forzado a reconocerlo como tal, cuando ya no habrá oportunidad de arrepentimiento. Los que no crean lo reconocerán pero ya no para salvación, sino para condenación. Ante él, dice Pablo en Filipenses 2:10-11, se doblará “toda rodilla…y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

 

¿Y tú? ¿Lo aceptarás ahora que es el día de salvación como tu Salvador, Señor y Rey? ¿O serás forzado a doblar tu rodilla ante él solamente para ser condenado? ¿Serás tan duro y obstinado en refugiarte bajo sus alas de misericordia donde encontrarás salvación eterna? ¿Cuántas veces Jesús te ha dado una oportunidad? ¿No ves que te llama? Oremos a Dios para que con su Espíritu Santo abra nuestro corazón, como a Lidia la vendedora de púrpura, y aceptemos este mensaje de salvación. Jesús es el Mesías, el Ungido de Dios, el Salvador del mundo, como dijeron los samaritanos en Juan 4:42, el Cristo. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. Amén.